Subió lentamente los treinta y tres escalones de gastado mármol, contándolos mentalmente, como cada vez que llegaba a la tradicional matineé… “Manías de vieja”, pensó divertida, aunque la imagen que le devolvió el espejo del hall de entrada, ante el cual se detuvo brevemente para poner en su lugar un mechón rebelde, era la de una cincuentona todavía en forma, con un rostro agradable (no lindo) y expresión inteligente. El resultado de la inspección ocular fue un “aprobado”… No más…
Su mesa habitual estaba ocupada, y tan sólo pudo conseguir ubicación en un rincón sombrío, alejado de la pista. La camarera le ofreció compartir mesa en un sector justo enfrente del reservado a los hombres, pero ella siempre eligió sentarse sola, y esta vez no iba a romper su inveterada costumbre: siempre llegaba sola, siempre se sentaba sola, y se iba de la misma manera.
Le había costado llegar. Un conflicto con los trabajadores del subte “B” la había hecho caminar unas buenas quince cuadras desde el estudio contable en que trabajaba hasta la vieja confitería del Microcentro. La jornada de trabajo había sido complicada -los contadores son seres obtusos, que no entienden de imposibilidades- y por un momento especuló con ir directamente a casa, al encontrar el acceso a la estación cerrado por ominosas rejas negras. Pero ella era un ser apegado a las rutinas, que a través de los años había diseñado para que su vida fuera lo previsible y cómoda que era actualmente. “No news, good news”, decía el viejo adagio inglés que aprendió de niña en los cursos de la Cultural; y ella lo adoptó como principio rector. No era afecta a las sorpresas.
Si hasta tenía preparada la comida de la noche, lista para calentar en el microondas, sabedora de que saldría sola de la milonga, a la hora de siempre.
Ninguno de sus habituales compañeros de baile estaba presente. “Lo sabía, no debí haber venido, la tarde viene de culata”, pensó contrariada, mientras se calzaba sus zapatos de baile. Sin embargo, algo le llamó la atención: en línea directa de su visual, un caballero de aproximadamente su edad, vestido de riguroso e impecable negro, traje bien cortado y lustrosos zapatos de alto taco francés, la miraba con interés, con lo que bien podría calificarse como un gesto de reconocimiento. Como si la estuviera esperando. “Ideas mías, cuanto más vieja más loca” -razonó- mirá si semejante churro se va a fijar en mí, apenas llegada, con todas esas turistas jóvenes y con apariencia de prosperidad.”
Pero, como dijera el General: “La única verdad es la realidad” ¡El tipo seguía fichándola! Y así continuaron toda la tardenoche, jugando al gato y el ratón, junándose, él en forma directa, ella de reojo… Ella con una excitación creciente, mezcla de curiosidad e incomodo. El, vaya uno a saber qué pensaba. Ella consideró seriamente responder al insistente cabeceo del Fulano, pero acostumbraba, antes salirle a un desconocido, verlo bailar previamente…
Sin embargo el tipo ni se movió de su asiento, inmóvil frente a un pocillo de café frío, que no llegó a tocar. Media hora antes de finalizar la reunión, una tanda de Pugliese precipitó la decisión demorada, la única posible, según averiguaría en minutos. Y con un leve gesto de asentimiento y una semisonrisa se dirigió al centro de la pista. El hizo lo mismo, y ella pudo admirar su porte elegante y su paso elástico. Arrancaron con Gallo Ciego, y en su abrazo íntimo y cerrado, pero no opresivo, ella descubrió que el miedo había quedado atrás, y que por primera vez, en ese preciso lugar, en ese preciso momento, había llegado a alguna parte. Y se abandonó a esa marca firme sin ser imperativa, a la que era imposible resistirse…
Tan sólo devenir… Como bailar sola, aunque obediente al destino inexorable que le marcaba caminata tras caminata, paradas, boleos, y una filigrana de adornos que desconocía, pero que dibujó puntualmente, en lo que supo, sin sombra de duda, que sería el mejor tango de su vida. El sólo del violín, una larga pausa, y el contracanto de los fuelles desembocó en un espiral ascendente por el que su espíritu se deslizó con una facilidad extraña para ella: ¡Así que así eran las cosas! Alcanzó a pensar. Y con el sólo final del ese bandoneón casi afónico y definitivamente entrañable, descubrió su rostro bañado en lágrimas… Con el molinete final llegó la disolución…
Al día siguiente los periódicos matutinos darían cuenta, en pequeños sueltos, la curiosa historia de la madura mujer que salió a bailar sola en medio de la gente, en cierta matineé organizada por una tradicional confitería de la calle Suipacha, y al finalizar una única pieza, mezcla de rito pagano y tango rante, cayó muerta sobre el centenario piso de mosaicos, el rostro todavía húmedo, y una expresión que, según algún turista parisino, traía reminiscencias de La Gioconda. Dicen que fue el corazón. Dicen que era un Pugliese. Dicen que dicen…